martes, 27 de mayo de 2014

Amparo Larrañaga, Decíamos ayer y decimos hoy

Anoche, en la gala de los Premios Max de las Artes Escénicas, me quedé con ganas de cruzarme con Ana Diosdado. Mientras atendíamos a los periodistas y observábamos el paseo por la alfombra roja, le decía a mi compañero: "A ver si la veo, porque realmente me cambió la vida, me regaló el amor al teatro". Pero no la vi. Tampoco es que fuera realmente Ana Diosdado la que me enseñó ese amor, aunque tuvo mucho que ver: en mi trayectoria "artística" hay un momento clave: yo amo el teatro gracias y a consecuencia de haber visto a Amparo Larrañaga interpretando a Águeda en Decíamos ayer.

Enero de 1998. Una noche lluviosa en Huelva y yo, una niña de 13 años a la que su padre llevaba al teatro. Había visto un par de funciones antes -Jesuscristo Superestar, Un marido ideal y alguna obra de teatro de las que nos llevaban en el cole-, sin que me calaran en absoluto. Hasta que llegué a Decíamos ayer. Fue ver a Amparo Larrañaga interpretando como interpretaba desde aquella especie de ruinas y quedarme tan fascinada que el embobamiento me dura hasta hoy. Me enloquece el teatro como ninguna otra cosa, incomparable al cine, la TV o cualquier otro arte; el teatro me aporta mucho más, es con lo único que logro abstraerme e involucrarme sin restricción alguna. Adoro el teatro y quien me conoce lo sabe.




Y admiro a los productores, distribuidores y a la gente del teatro en general que hipoteca sus casas para poner en pie una función; y amo a los actores de teatro: desde Concha Velasco o Nuria Espert (me maravilla esa mujer, de "aire y fuego", desde la primera vez que la vi) hasta todos esos actores y actrices prácticamente desconocidos que se suben cada día, excepto los lunes, a las tablas de los escenarios de todo el país, que se arman de valor, que se enfrentan con el público y lo dejan sin aliento. Porque solo en el teatro he sido capaz de contener la respiración, de pasar miedo, de llorar y de reír con una intensidad que supera cualquier pasión. Así que me declaro admiradora incondicional de la gente del teatro, de los que rehuyen de la tontería y la vanidad de otras artes y se remangan los pantalones y la camisa y pelean y trabajan por llevar una vida al escenario. Y no solo los actores, esos iluminadores que son capaces de colorear los escenarios y envolver el espacio de sueños; los de sonido, los tramoyistas, los dramaturgos y hasta los acomodadores, porque la gente de teatro está hecha de otra pasta, respira una pasión que sale del alma en lugar del bolsillo o la cabeza.

Puede que si no hubiera sido Decíamos ayer, la vida me hubiera puesto delante otra función maravillosa. Pero también puede que no, que si yo no hubiera salido emocionadísima de aquel Gran Teatro hace más de 15 años, mi relación con este mundo no hubiera sido lo estrecha que es hoy. Por eso me gusta seguirle la pista teatral a Amparo Larrañaga. Porque con los años he descubierto que el que ella esté en una función es garantía de calidad. Quizá por eso es la actriz a la que he visto más veces en directo sobre un escenario: Decíamos ayer (1998); Cómo aprendí a conducir (2002); Ser o no (2009); Hermanas (2013), y El nombre (2014). Por esa calidad, ese amor al teatro y, sobre todo, porque aunque ella no lo sepa, me siento muy agradecida y le debo uno de mis mayores amores: el del teatro

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