martes, 27 de enero de 2009

Un calor tan cercano

"Algunas sensaciones no se olvidan nunca, y marcan una vida con lo que parece una meta de felicidad a la que pretendemos inútilmente regresar cada vez que el vacío se hace en nosotros. Así quiero volver a aquella tarde cuando me agobia la mujer en la que me he convertido"

Será aquello de que la vida rima, pensé, o que las señales se me empiezan a aparecer por los rincones, en la mayoría de las ocasiones, sin entender muy bien qué me quieren decir… Aquella, aquella de "las sensaciones que no se olvidan nunca" era una de las frases que anoté en mi libreta en aquella época, y que, al margen de ello, la retuve en mi cabeza para siempre, quizá porque sabía que me estaba enseñando algo, que sin haber aún llegado aquella tarde, mi tarde, la sentencia estaba hecha.

Manuela, una niña de once años o una mujer de cuarenta y cinco, según se mire, es la protagonista de Un calor tan cercano, una novela escrita por Maruja Torres en 1997. Esa novela tiene un sabor especial para mí, lo tuvo en su día, cuando la joven recién salida del instituto que yo era, la leyó, cuando sólo presentía las cosas, y la tiene ahora, cuando a poco tiempo de acabar la carrera, la joven que soy ahora, la vuelve a leer. Han pasado siete años, quizás pocos a nivel comparativo, pero un mundo entero para mí.

Ahora frente a una página abierta en Word, cuando me dispongo a ordenar mis emociones y recomponer el estado en el que me deja la relectura de esta novela, el primer impulso es copiar un montón de frases que hablan por sí solas y que mientras leía iba subrayando. Sin embargo, he frenado ese impulso, quizás porque del mismo modo, algunas frases significaban tanto para mí que me coartaba subrayarlas, como si al subrayarlas perdieran parte de su integridad, o yo me mostrara en exceso. Leer y/o escribir es, no sólo un regalo y un arma, sino un refugio inmenso, el mayor, donde no hay mentiras, ni miedos, ni máscaras.

Manuela, una escritora de éxito, retrocede tres décadas para reconstruir su historia, para saber quién es y qué queda en ella, para, sin juzgar, recuperar los retazos de su pasado, a Irene, a Ismael, a Mercedes, las almas de su iniciación al mundo. Es entonces cuando en mi propia lectura, que no es la misma a los 24 que a los 18, la ficción se mezcla con la realidad, la fantasía de la novela con la mía propia, los rostros y las emociones reales. A veces me cuesta separar esos mundos, el que está en mi cabeza y el que es real, si es que acaso el real es más real que el que está en mi cabeza. Puedo recrear conversaciones, paisajes, estelas… y dudo de que no sean así de auténticas. Y esto es, al mismo tiempo, prisión y libertad.

Me recuerdo leyendo este libro por primera vez, tumbada en la cama, y el recuerdo, al que accedo como una espectadora, es nítido y preciso. Algo se inició en mí en aquel momento. Luego, simplemente, pasó el tiempo. Cuando llegó, años más tarde, aquella tarde, mi tarde, no hubo necesidad de saber que me encontraba allí, el cielo, entre azules y naranjas, lo decía por sí mismo. A la intensidad de mi emoción no le hicieron falta las palabras. Llegado el momento quise recuperar este libro, necesitaba buscar en él las respuestas que me estaba planteando, los nombres a las caras que veía. Entonces comencé un peregrinaje por librerías en busca de un libro ya descatalogado. Sólo aparecía en Internet, y estuve a punto de pedirlo, pero entonces, ocurrió algo. Fue en un paseo sin aparente importancia, en el cual un detalle me trajo a la cabeza otra de esas frases que tengo escritas en el cuaderno y que, ahora, me estremecieron releerlas en el libro. En aquel paseo comprendí que en ese momento el calor estaba tan cercano, que no estaba preparada para releer este libro sin quemarme... O quizás, aquello sólo fue una excusa y me dio miedo volver al libro, sabiendo además que el calor y el frío, están demasiado cerca.

Este viernes en Roma, en una librería española, me topé con la redición del libro. Me dio un vuelco el corazón. Llamémoslo casualidad. O quizás es que, ahora sí, ya estaba preparada. Con el libro entre las manos, me volví a sentir como una niña. Aunque como una niña que analiza las cosas como la adulta que soy. Aunque como la adulta que ya era en aquella tarde en la que me sentí como una niña. Como la niña y la adulta que a la vez se pelean dentro de mí.

He releído este libro en trayectos de tren, y ha sido ésta una buena metáfora. Igual que el tren se detiene para decir hola y adiós a sus pasajeros, yo necesitaba pararme a tomar aire o a mirar por la ventana entre párrafos, entre recuerdos. Nos han enseñado a controlar nuestras emociones, a no desnudarnos nunca.

Algo me llamó la atención: con cierto miedo llegué al párrafo en que narra aquella tarde, la suya, la de Manuela. Recordaba la historia, las frases, y sin embargo, había olvidado el párrafo que le proseguía, el final de aquel cuento, las consecuencias. Y al leerlo, entendí el miedo de aquel paseo en que decidí no pedir el libro por Internet, y comprendí los presentimientos. Olvidé el final y por eso pude llegar hasta él, construyendo mi propio mundo. Lo demás son cosas que no se pueden decir, que sólo me pertenecen a mí.

No me defraudó la segunda lectura, me emocionó como lo hizo la primera, y me enseñó otras cosas. Me habló de personas reales -tan reales como la imaginación-, de sentimientos, de consecuencias y de detalles. Y más que darme respuestas, me planteó nuevas cuestiones... pero a esto ya me estoy acostumbrando. Nada de esto aparecerá en la lectura que de esta novela haga cualquier otra persona, porque estas lecturas son mías, con mi propia Manuela, mi propia Irene, mi propio Ismael, etc. Nada es real y a la vez, no hay nada más real. Es otro placer de la lectura: cada uno tiene el derecho y el deber de hacer la suya propia.

viernes, 23 de enero de 2009

Marea


"Todo es frágil:
tu costumbre de amarme,
mi fe,
el silencio y la vida que duerme
en un vagón de tren."

Jueves, o cualquier otro día.
Fragilidad…
Imágenes concretas. Silencio.
El mar. Y nada encaja. Miedo. Ternura. Campanas de duelo. Días. Cine. Palabras. Y todo se(lo) complica(o).

"Todo es frágil…
...este hilo de voz…
"

Palabras de otros que dicen lo que mis palabras no se atreven a decir.
Embotellamiento, como en plena M30. Ruido.
Egoismo, el propio. Inercias, las ajenas. Época de exámenes.

"…si el canto se llena de olvido,
si el recuerdo se va
y ya no ríe conmigo.
Quizá no seamos héroes
pero aún seguimos vivos…"

Sí, seguimos vivos.
Termino el libro de clase leído como obligación.
Termino de ver la película.
Termino de comerme el plato de arroz.
Se acaba esta canción.
Me quiero quedar dormida.

"¿Sabes?, quizá me equivoqué.
Quizá no sea indestructible
el trueno del fusil, tanto dolor,

la burbuja que encierra este grito

y este temor

a saberme perdido,

a perderte y perder la razón.!"

miércoles, 21 de enero de 2009

En palabras de Márai

(Fragmentos del libro Confesiones de un burgues, de Sándor Márai)

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¿Por qué razón? ¿Tenía acaso miedo de alguien? No, sólo me temía a mí mismo.

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En aquel momento sólo sabía que no podía más, que tenía que irme, que tenía que abandonar definitivamente a mi familia y a mis parientes, y que ese pensamiento me aterraba. Creo que me habría gustado quedarme, esperaba que ocurriera algún milagro, pero sabía que no había lugar para milagros, que desde aquel mismo instante me quedaría solo para siempre. Atravesé el jardín sin prisa, sin encontrar a nadie; sabía que cada paso que daba me alejaba más de aquella casa, que no había vuelta atrás, que quizá sólo se podrían encontrar soluciones artificiales y violentas que mantendrían mi vida y mis relaciones familiares en un precario e inestable equilibrio.

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¿Por qué algunas personas escapan de esa seguridad, de ese idilio organizado cuya luz y cuyo calor agradables iluminan sus vidas? Yo me fui de la casa de mis tíos un día para no volver a entrar jamás en ningún hogar. A veces he llegado a pensar que ese estado es el precio que tengo que pagar por mi carácter o por poder hacer mi «trabajo»... Nada es gratis, ni siquiera el sufrimiento, esa condición necesaria para el trabajo creativo. Ni siquiera la infelicidad es gratis. A los escritores, el trabajo —con independencia de la calidad de las obras— nos obliga a mantener ardiendo nuestro corazón, nuestros nervios y nuestra mente. No hay lugar para el regateo ni para preguntarse si «vale la pena»; no se puede regatear con las obsesiones propias, que los demás llaman «vocación» y revisten con símbolos altisonantes; yo creo que se trata, simple y llanamente, de obsesiones... Una persona «feliz» nunca desarrollará un trabajo creativo, una persona feliz es simplemente eso: una persona feliz. A mí la «felicidad» nunca me ha atraído como meta alcanzable paso a paso, más bien la despreciaba con una actitud obviamente enfermiza.

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Un escritor me dijo en una ocasión que esa falta de satisfacción, esa intranquilidad son propias del hombre occidental. Una mujer me enseñó que es una «enfermedad característica de los escritores» la que impide que el artista obtenga satisfacción por otra vía que no sea la de su trabajo creativo. A lo mejor soy escritor. De todas formas, sigo albergando ese afán de huir, de escapar, que surge de pronto y hace que se resquebrajen los marcos estables de mi vida, que me empuja a situaciones escandalosas y a profundos estados de crisis.

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Hoy sigo viviendo de la misma forma, entre trenes, escapadas y huidas, sin saber qué tipo de peligrosas aventuras interiores me esperan. Ya me he habituado a ese estado que nació aquel día de verano.

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El periodismo puede ser un oficio muy triste que sólo sirve para ganarse la vida o puede ser una «vocación», pero en la mayoría de los casos se resume en un determinado estado anímico.

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El periodismo me atraía, pero creo que no habría sido útil en ninguna redacción. Imaginaba que el periodismo consistía en andar por el mundo y observar ciertas cosas, todas irrelevantes, caóticas y sin sentido alguno, como las noticias, como la vida misma... Y ese trabajo me atraía y me interesaba. Tenía la sensación de que el mundo entero estaba siempre lleno de «acontecimientos de actualidad» y de «hechos sensacionales». Entrar en una habitación donde nunca había estado resultaba para mí tan emocionante, por lo menos, como ir a ver el levantamiento de un cadáver, buscar a sus parientes y hablar con el asesino. El periodismo significaba para mí —desde el principio, desde el momento en que despertó mi interés— estar a la par del tiempo en que vivía, un tiempo que siempre me parecía una experiencia personal, algo que me resultaba imposible eludir, algo importante, interesante; cualquier cosa se me antojaba «digna de ser publicada»... Estaba tan emocionado como si yo solo hubiese tenido que informar de todo lo que ocurría en el mundo: las declaraciones de los ministros, los escondrijos de los criminales y también lo que pensaba mi vecino al sentarse a solas en su habitación alquilada... Todo aquello tenía un interés «apremiante»: a veces me despertaba por la noche y bajaba a la calle, como un reportero extasiado que teme «perderse» algo. Sí, el periodismo era para mí una obligación, una tarea profundamente arraigada en el centro más recóndito de mi ser que no podía ignorar, que me obligaba a conocer mi «materia prima», los hechos, esa sustancia secreta que establece lazos entre las personas y une a la gente, las conexiones entre los fenómenos.

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Una soledad gélida me envolvía. Era algo más que la soledad del extranjero, surgía de mi interior, de mi ser, de mis recuerdos; era la soledad sin esperanzas que caracteriza al escritor.

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Escribir significa, ante todo, una manera de comportarse, una manera ética de comportarse, para decirlo con una palabra altisonante. Me di cuenta de que me esperaba una tarea que debía realizar en solitario, sin aguardar ninguna ayuda exterior; y como me sentía débil y sabía que no estaba preparado, esa tarea me causaba angustia y, a veces, hasta pánico.

……………………

Los viajes fueron perdiendo para mí su carácter de desplazamientos sucesivos, y hoy en día me importa más el hecho de partir desde lo conocido que el de llegar a lo desconocido. Ese complicado rasgo de mi «carácter», la infidelidad que lo determina como una enfermedad, las faltas y las aptitudes que me hacen sufrir y cuyo conjunto, no obstante, define lo que «yo» soy, impregnaba también mis viajes y marcaba mis itinerarios. Un hombre infiel no lo es sólo con sus seres queridos, sino también con las ciudades, los ríos y las montañas. Esa fuerza coercitiva es más poderosa que cualquier consideración de tipo moral. Yo «engañaba» a mujeres y ciudades por igual, y de ambas sentía a veces nostalgia; me iba a Venecia con la idea de pasar allí unos meses, pero me escapaba al día siguiente para quedarme semanas en un pueblo cualquiera sin interés alguno... Toda persona es la misma en cada una de sus relaciones: alguien que sea infiel a su «pequeño mundo» personal será también infiel al vasto mundo, al universo. Asomado a la barandilla de algún barco o a la ventanilla de cualquier tren, con una leve «nostalgia» pero emocionado por la belleza del universo y deseoso de expresarlo con palabras, una voz interior, triste y poderosa me advertía que mi entusiasmo, mi nostalgia y mis pasiones eran artificiales y fingidos, que en realidad no tenía nada que ver con aquellos paisajes y no deseaba viajar a ningún sitio.

……………………

Se trata de un estado angustioso, repleto de dudas constantes —de que el mundo no es tal como nos imaginamos— y de un entusiasmo exagerado y obligatorio por tener una tarea tan importante que cumplir: la de revelar todos los secretos del universo, uno por uno.

lunes, 19 de enero de 2009

Il fu Mattia Pascal

- Non dico nulla, io, per adesso. Hai paura, forse?
- No, perché?
- Perché ti vedo correre troppo. Piano piano, e rifletti.

Mi ciudad invisible

Marco Polo describe las calles, los pasos, las luces, los sueños, las nubes de cada ciudad que encuentra, que inventa, que imagina, que anhela. Las ciudades son distintas unas de otras, tienen nombres diversos que las denominan y sin embargo, no es ese el motivo que las diferencia, sino la mirada que Marco Polo lanza sobre ellas.

En el libro Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, Marco Polo habla de ciudades inventadas, las describe tal como él las ha sentido, las relaciona con las partes del cuerpo, con los adjetivos, con las pasiones. Sin embargo, entre tanta metáfora, en un momento de debilidad, Marco Polo reconoce que para él sí hay una ciudad de la que nazcan todas las que él narra. Esa ciudad es Venecia y todas parten de ella. Es entonces, cuando se le sabe "el truco", cuando parte del mito cae, cuando la imaginación pierde puntos en el juego a muerte contra la realidad. Marco Polo acaba haciendo visible su ciudad invisible.

Desde la última ciudad que habito leí Le città invisibili. Entiendo entonces la patente invisibilidad de que cada ciudad a la que llego para luego marchar, en la que abro puertas que luego no encajan en sus marcos, que empiezo a bordar retazos que siempre dejo inacabados. “Quisiera ir siempre lejos, viajar si pausa, encontrarme cada día en un nuevo lugar del que lo ignore todo, en el que todo esté por descubrir, en el que abra los ojos a cada momento del día…” y recuerdo los versos leídos en la adolescencia y pegados a mí como una presión que no se sacia. Y la ciudad invisible vuelve a perseguirme, a empujarme a la escapada, a la excusa de buscar más allá de donde ya no hay nada.

Y la inutilidad se mezcla con la confianza y con la duda, con los caminos que no se unen. Mis ciudades invisibles, como las de Marco Polo, también tienen nombre. Nombres reales de ciudades físicamente reales. Y tienen calles y nubes y sueños. Y tienen edad. Y tienen sobre todo rostros. Mis ciudades invisibles son San Fernando y Cádiz. Y es Huelva, ciudad eterna. Y es Sevilla. Y es Segovia. Y es Venecia. Y es Aranjuez. Y es Madrid. Y es ahora en Italia, Perugia. Pero todas mis ciudades invisibles, tan visibles como mi recorrido vital, comparten, llegado el momento, la necesidad de huir de ellas, los cuerpos calcinados que deja atrás la lava de un volcán que erupciona en el momento más inadecuado. Quizás de todas ellas, sólo en Segovia me sentí, en un momento dado, absolutamente inmersa en ella, parte del cuadro. O quizás es sólo el recuerdo que transforma a nuestro antojo. Hay más ciudades invisibles en mí además de las que conforman un currículum, ciudades idealizadas como Buenos Aires, ciudades visitadas con la sorpresa de un regalo o con la certeza de una despedida, ciudades soñadas y ciudades, que como las suyas para Marco Polo, son producto de una mezcla de recuerdos y anhelos, de realidades y fantasías.

Y cuando la ciudad te atrapa, te enamora, te asfixia, te cubre, te llena, te regala, te amarga, te endulza… entonces, te hace invisible. Y en ese momento, miles de preguntas se amontonan: ¿es suficiente con cambiar de escenario? ¿con sumar nombres en la cadena de sueños? ¿con cambiar rostros y camas? ¿Es probar lo mismo que huir? ¿Es llorar lo mismo que reír? ¿Son tan fieles las dudas como infieles las certezas?

Aquellos versos leídos en la adolescencia tenían un pero, una pega: anhelar el cambio implicaba añorar lo controlado, la inconformidad siempre constante, la soledad acompañada siempre del temor y de la duda.

“E´arrivata l´ora di andare…”, leo. ¿De verdad llegó la hora? ¿La hora de qué y para qué? ¿De huidas confundidas con pasiones? ¿De cambios equivocados con novedades? ¿De un hasta luego convertido en adiós? “Somos aves de paso que volamos por instinto”, decía una canción, pero ¿qué pasa si las alas pesan y la niebla impide ver el camino? ¿o qué pasa si el camino no es otro que la misma ciudad invisible de la que sólo cambia el nombre? Si Marco Polo por más que viajaba sólo encontraba réplicas de su Venecia, ¿por qué lo demás vamos a llegar a ciudades diferentes de las que partimos? ... ¿o cómo saber si existe una ciudad que le ponga nombre a mi ciudad invisible?

sábado, 17 de enero de 2009

El último encuentro


Durante 41 años, el General Henrik ha esperado el regreso del que antaño fuese su mejor amigo: Konrád. Durante todo este tiempo ha aguardado pacientemente porque sabía que su amigo volvería y entonces podría formularle la pregunta meditada durante cuatro décadas. A esa edad en la que “un vaso no es más que un vaso, y un hombre no es más que un hombre”, el General espera poder formular su pregunta sabiendo de antemano que no importa la respuesta, que la espera ha valido la pena por poder pronunciar en voz alta el pensamiento, la última verdad que compartirá con su amigo.

El último encuentro es una novela escrita por el húngaro Sándor Márai en 1942 y ambientada en los años de decadencia del imperio austro húngaro. Reeditada por Salamandra en 1999, el libro se convirtió en un éxito en España y en Italia medio siglo después de ser escrita, cuando Márai, que se suicidó en San Diego poco antes de la caída del muro de Berlín, ya era cenizas y polvo. Es ese momento, el momento en el que si mira atrás sólo ve ruinas, cenizas y polvo, en el que el General aguarda a Konrád. Su amigo entra en la casa de la que huyó hace cuarenta y un años y se sienta en el mismo sillón donde se sentaba entonces. Todo está igual y sobre la mesa todo se dispone del mismo modo que en la última cena que compartieron: los mismos platos sobre la mesa, las mismas velas azules. Sólo falta la tercera figura: la mujer del general, ya muerta, y tercer personaje clave en la historia.

Desde este momento, la novela, narrada en tercera persona, se convierte en el monólogo palpitante del General. Comienza: “perdóname si es incómodo para ti todo lo que te estoy contando”, y prosigue. Y le habla de pasados, de sueños, de soledades, de culpabilidad, de palabras, de hechos y de intenciones. No es una historia de amor pero el amor es lo que mueve el alma de los tres personajes. El amor no enclaustrado en una sola forma de relación, sino el amor en todas sus variantes y significados, en su mayor pureza. Es una historia sobre todo de amistad: “Uno está convencido de que la amistad es un servicio. Al igual que el enamorado, el amigo no espera ninguna recompensa por sus sentimientos. No espera ningún galardón, no idealiza a la persona que ha escogido como amiga, ya que conoce sus defectos y la acepta así, con todas sus consecuencias. Esto sería el ideal. Ahora hace falta saber si vale la pena vivir, si vale la pena ser hombre sin un ideal así. “

Kónrad, como el lector, escucha atento, y sólo al final se pronuncia, pero entonces las palabras sólo son palabras. Y las preguntas planteadas durante cuatro décadas ya no necesitan una respuesta, son independientes a éstas. El General expresa: “todo depende de las palabras, de las palabras que uno dice a su debido tiempo, o de las que se calla, o de las que escribe.” Y remarca que, al mismo tiempo, la amistad exige altruismo y responsabilidad, y que tanto importan las palabras como "el acuerdo de una alianza sin palabras”.

Marai describe a través de las palabras de Henrik los entresijos de la naturaleza humana, la verdad como meta y como liberación, la pureza como única vía. Hemos de “soportar nuestro carácter”, anuncia el General. Y narra con serenidad, con fuerza, con seriedad. Ternura, entrega y fatalidad. Al final del libro, probablemente las expectativas creadas no queden del todo cubiertas, y las preguntas queden sin resolver, y sin embargo, el camino habrá merecido la pena.

lunes, 12 de enero de 2009

Alas de cristal


"...Deja que te cuide... mariposa mía
déjame que vele tu fragilidad...
la vida es la vida y vamos a vivirla,
que todos tenemos alas de cristal."

domingo, 4 de enero de 2009

Cartas de una Erasmus - Entrega 08

Vuelta a casa

Primeros días del año. Como todos, tengo buenos propósitos y nuevas ilusiones, y también como todos, me propongo dejar lo malo en el 2008 para empezar con fuerza y con buen pié el 2009. El comienzo del año se me plantea viajero, o eso deseo; de momento, aún me aguardan varios meses continuando mi Erasmus, y entre mis planes, los carnavales venecianos o la escapada al irlandés Cork para visitar a mis amigas “las mellis”. Como meta principal de este 2009: terminar mi licenciatura de Periodismo. Por lo demás, disfrutar y aprender.

El 17 de diciembre tomé en Roma el avión de vuelta a Madrid. Antes de dejar Italia, contemplé el inmenso árbol de Navidad que decoraba la estación de trenes de Termini. Pequeños papeles que contenían miles de deseos se sujetaban sobre las ramas del gigante abeto, deseos pedidos a Babbo Natale y La Befana, lo que vendrían a ser nuestros Reyes Magos y Papá Noel. Así que lo último que hice en Roma, después de pasearme por una iluminada ciudad, fue escribir mi deseo sobre un papel y colgarlo esperanzada en el árbol.

Como el turrón…

…Vuelta a casa por Navidad. Y llegué a Madrid. Poco me esperaba en la capital, nada estaba dónde lo había dejado. Yo había pasado tres meses fuera, también esos tres meses habían transcurrido transformando a los que se habían quedado. Nadie aguarda, la vida sigue fluyendo, unas veces con más bravura que otras.

Así que adaptándome a las nuevas situaciones bajé a mi tierra, si es que hay una tierra que es más nuestra que otras; en Huelva, en Andalucía, al menos me encontré con un sol de escándalo, que no es poco, y con atardeceres brillantes que duraban hasta las siete de la tarde, después de durante tres meses ver a mi ciudad italiana anochecer a las cuatro y media. Cuánto de menos había echado este sol.

Al regresar a España, mis amigos aguardan expectantes el relato de mis mil y una aventuras italianas. Me preguntan por los italianos, por mis viajes, por mi día a día, por mis clases, por las fiestas, por la comida, por Italia… Todo eso ha existido. Intento explicarlo. Les relato mis venturas y desventuras, les hablo de mi coinquilina, de mis súperamigas, de mis italianos, de nuestras cenas, de nuestros juegos, de nuestros sueños… Pero a medida que voy contándoles me voy dando cuenta de que hablamos de diferentes cosas.

De pronto, alguien me dice: no te reconozco. Me quedo en silencio y aparto la mirada, y dudo de mí: ¿he cambiado yo o han cambiado ellos? Y pienso: si tú no me reconoces, no puedo yo reconocerme a mí misma. Pero luego, cuando me quedo sola, me quedo dándole vueltas a estos tres meses de Erasmus, de viajes, de ilusiones. Ha cambiado mi entorno inmediato, mi presente se ha ampliado y he evolucionado, pero sigo siendo yo, sólo tienes que mirarme bien. No me parezco a nadie más que a misma, en España, en Italia o en cualquier lugar.

Dulce Navidad…

En Navidad aprovecho para estar con la familia y los amigos, para cantar, para reírme de la vida. De vez en cuando, me siento ante los apuntes en italiano y me concentro en no perder de vista el idioma italiano para presentarme en enero a los exámenes, no hay que olvidar que estoy en Italia estudiando. Por las redes sociales internaúticas (tipo Messenger o Facebook) me comunico con los amigos hechos en Italia, que ahora, igual que yo, han vuelto a casa y se reparten por la amplia geografía mundial. La más lejana es una de nuestras inglesas que se mueve estos días entre Australia y Japón.

Y así transcurren mis Navidades, como un extraño y agridulce paréntesis en la vida Erasmus… este moverse entre lo que hay y lo que hubo, lo que dejamos atrás y lo que aún queda adelante. Me agarro al sol andaluz antes de volver a hacer la maleta y retomar el camino a Perugia, sólo que hoy ha desaparecido el sol y llueve sin cesar, y yo mientras escribo, arropada por mis perros y mi gato, me pregunto si ésta es también una de mis Cartas Erasmus o escribir es sólo una excusa para no sentir tanto frío mientras no deje de llover y en el cielo no iluminen los rayos del sol.

sábado, 3 de enero de 2009

Mi habitación


Una lluvia mezclada con sudor
en mi habitación.
Son dos cuerpos entregados al amor
en mi habitación.

Mis problemas,
mi celda, mi prisión,
mi lucha, mi ilusión,
mi perdición.

Una puerta, una cama y un colchón
en mi habitación.
Mil miradas a esas fotos colgadas
un collage, mis ilusiones
colocadas con errores.

Mi salvación o mi suerte,
mi vida o mi muerte,
así la veo yo.
Eso es todo lo que encuentro
en mi habitación.

El Sol ya ha salido
yo caigo rendido
en la nota de mi botón
un día más ha pasado
en mi habitación.

Mis problemas,
mi celda, mi prisión,
mi lucha, mi ilusión,
mi perdición.

Mil miradas a esas fotos colgadas
un collage, mis ilusiones
colocadas con errores.

Mi salvación o mi muerte,
mi vida o mi suerte
así la veo yo.
Eso es todo lo que encuentro
en mi habitación.

El Sol ya ha salido
yo caigo rendido
en la nota de mi botón.
Un día más ha pasado
en mi habitación.

Mi salvación o mi suerte,
mi vida o mi muerte
así la veo yo.
Eso es todo lo que encuentro
en mi habitación.

(Antonio Flores)

viernes, 2 de enero de 2009

Recordando a Neruda



Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: " La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.